4/05/2006

¡Es el colectivismo, estúpido! Por Manuel Malaver

Sin rodeos, el profesor de la Universidad de Chicago y experto en temas de gobernabilidad y democracia, Gerardo Berthin, señaló a la periodista, Valentina Oropeza, en una entrevista publicada en “El Nacional” del sábado, que la causa fundamental de la corrupción en América latina residía “en que todavía no se ha completado la transición de un Estado patrimonial a un Estado moderno”.

Pudo haber agregado que ni factores genéticos, ni religiosos, ni culturales, ni climáticos tienen nada que ver con la corrupción y que mucho antes del mestizaje, la reforma, el renacimiento y el cambio climático países que cumplieron con esta regla de oro tomaron el camino del bienestar y justicia social sin corrupción.

El estado patrimonial es definido por el historiador, Richard Pipes, en el clásico “Libertad y Propiedad” (Turner Publicaciones. Madrid. 2002), como aquel en que se fusionan “soberanía y posesión”, dejando todos los derechos de propiedad en manos del monarca, del gobernante, “el cual se permite exigir servicios ilimitados a sus siervos, nobles y plebeyos por igual”.

El estado moderno, por el contrario, es definido como uno en el cual los derechos civiles de sus ciudadanos se fundan en un irrestricto acceso a la propiedad, “que al detener la autoridad de los gobernantes en la frontera de la propiedad privada”, crea las bases del gobierno limitado, plural, de independencia de poderes, multívoco y democrático.

La ecuación es sencilla: una sociedad cuya constitución prescribe la propiedad privada de sus individuos como un derecho fundamental e inalienable, bloquea el acceso del monarca o gobernante, vía los impuestos, a los bienes de los demás, obligándolo a negociar para procurarse recursos y lograr un gobierno consensuado que reconoce y respeta los derechos de todos.

Como ejemplo de estado patrimonial el profesor Pipes cita a la Rusia zarista y comunista; y como estado moderno a la Inglaterra de la Carta Magna y de la monarquía constitucional, diferencia que marca la pauta del desarrollo divergente que alcanzaron el país de Shakespeare y el de Tolstoi en los últimos 500 años.

Pero también podría emblematizar como estados patrimoniales a los de la América latina republicana, en cuyas fronteras poderosos caudillos equivalentes a los zares rusos, mantuvieron a la propiedad privada acosada y devaluada, mientras sus fortunas personales que se confundían con el estado, su inmenso poder, sostenían una guerra sin tregua contra los ciudadanos y sus derechos.

“Con anterioridad a 1991” dice Richard Pipes “los rusos y los pueblos que controlaban gozaban de escasos derechos civiles y (con la sola excepción de la década que va desde 1906 a 1917) de ningún derecho político. En la era del absolutismo, los soberanos de Rusia ejercieron la autoridad de una manera más absoluta que sus homólogos occidentales; en la era de la democracia Rusia se aferró al absolutismo durante más tiempo que ningún país europeo. Y durante las 7 décadas del comunismo, produjo un régimen que privó al pueblo de sus libertades hasta un punto nunca visto en la historia del mundo”.

Ahora bien, Rusia no era solamente un estado patrimonial en el cual la restricción de la propiedad, o la ausencia de propiedad, “privó a los rusos de todos esos mecanismos mediante los cuales los ingleses lograron limitar el poder de sus reyes”, sino igualmente un estado de corrupción crónica, generalizada y terminal donde el poder del gobernante sobre la propiedad de los particulares era transferida a millones de funcionarios públicos que lo ejercían a su escala, pero con la misma avaricia, insaciabilidad y despotismo.

Es la Rusia que describieron magistralmente en el siglo XIX algunos de los más grandes novelistas de la historia de la literatura y que reaparece más y más según se rompe el velo y se van revelando las interioridades de la autocracia revolucionaria, marxista y comunista que instauraron Lenin y Stalin.

Porque es que estado patrimonial, absolutista, populista y comunista son términos equivalentes, o casi equivalentes y ello es sin duda la causa de que un país como Venezuela que en los últimos 7 años ha ido restringiendo la propiedad privada y agigantando la patrimonialista, estatista y colectivista sea cada día más pobre, autoritario y corrupto.

Para comprobarlo esa suerte de novelística rusa del siglo XIX en que se está convirtiendo la crónica de la corrupción en la República Bolivariana de Venezuela y en la cual los Chichikov no se limitan a vender “almas muertas” como en la novela de Gogol, sino a ciudadanos de carne y hueso que ven impotentes el colapso de sus vidas, casas, escuelas, hospitales y vías de comunicación mientras esperan una ayuda oficial que no llega porque los corruptos la han “distraído”.

Pero no se piense que exclusivamente para su beneficio personal, sino también porque los recursos pudieron ser desviados a fines más “históricos, esenciales, ideológicos y estratégicos” como la creación de grandes, medianas y pequeñas empresas, cooperativas, ayuda a los países aliados, política revolucionaria, guerra asimétrica, armamentismo, espionaje, propaganda y tantos otros atajos que inventa el socialismo para llevar a la ruina total y casi irrecuperable a los países donde acampa.

O sea, en todo lo que aquí se llama el “Modelo de Desarrollo Endógeno”, que no es más que un esperpento autárquico, inviable y ombliguista, inspirado en “el socialismo en un solo país” de Stalin, “el gran salto adelante” de Mao y la Cuba de la conferencia del Che en Punta del Este en 1962, espejismos que cifraron lo que fue el inicio de 3 de las más grandes tragedias históricas del siglo XX.

Porque, ni países desarrollados, ni autárquicos, ni industrializados, ni autosuficientes dejó el socialismo, sino tres grandes masas de corruptelas, incompetencia y totalitarismo que al fundirse con la pérdida absoluta de los derechos individuales, humanos y civiles, con la ausencia de libertad de expresión y el fin del estado de derecho, creó 3 leviatanes que aun desaparecidos, o en trance de desaparecer, aterrorizan a la humanidad del siglo XXI con los argumentos de tortura del Gran Inquisidor que descubrió Dostoyewski en uno de los escondrijos de “Los Hermanos Karamazov”.

De ahí que al analizar el origen de la crónica de la corrupción chavista, de esa novelística venezolana del siglo XXI que día a día, y noche a noche, traen periódicos, emisoras y canales de televisión, es necesario aislarlo de los impulsos y vicios de esos burócratas de chaqueta, barbudos, malhumorados y aparentemente de armas tomar que empiezan a hacerse familiares en los tribunales y comisiones de contraloría de la AN, y ubicarlo en el “Modelo de Desarrollo Endógeno”, en la versión bolivariana del estado patrimonial, autárquico, autoritario y colectivista que permite el traslado de ingentes recursos del erario público a revolucionarios voluntaristas, autodidactas e incompetentes, que, en cuanto pueden decir que no roban para ellos sino para el “proceso”, llevan a cabo una expoliación sin precedentes ni parangón en la historia.

De ahí también que sea en los grandes proyectos agrícolas, de construcción, turísticos y cooperativistas en los cuales aparecen los más graves escándalos de corrupción, las cuevas que operan como centros en que fenecen todas las prédicas y golpes de pecho del moralismo administrativo chavista.
Lo cual nos conduce a que no es cuestión de olas purificadoras, ni de políticas eventuales que contribuyan a rescatar al proceso del derrumbe como opción que supuestamente iba a limpiar la república, sino de cambiar el modelo, de sustituir el autoritarismo por la democracia, el colectivismo por la propiedad privada y la autarquía y el aislacionismo por una economía de mercado, abierta y global.

Si no, queda un solo camino: el de la ruina, la corrupción, la incompetencia y la derrota.